Matta el Meskin
“Él nos
predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al
beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos
dio en su Hijo amado” (Ef 1,5-6)
“Este es mi
Hijo, el amado: en él he puesto mi complacencia” (Mt 3,17)
El objetivo de este título “el Amado”, es el de estimular
nuestros corazones, impulsándolos a concentrarse sobre un atributo de Cristo
que es propio de su misma naturaleza. Si Cristo es “el” predilecto del Padre,
como él dice claramente (“El Padre ama al Hijo”- Juan 3, 35; 5,20), entonces
este amor es una realidad trascendente, de dimensiones infinitas en el corazón
del Padre. Al mismo tiempo, para el Hijo ésta es una realidad que lo engloba,
no dejando nada fuera del corazón del Padre. Es Jesús mismo el que lo revela
misteriosamente, cuando dice: “Yo estoy en el Padre” (Jn 14,10). Aquí “yo” es
el ser total y perfecto de Cristo, el
Hijo que colma el corazón del Padre. Pero justamente como el Padre ama al Hijo,
así el Hijo ama al Padre, del mismo amor existencial que ha colmado su corazón.
Así Cristo, consciente de su realidad interior, se ha apresurado
a agregar: “Y el Padre está en mí” (Juan 14,10). De este modo, el amor del
Padre y del Hijo es una realidad ontológica, que se traduce en una potencia de
total atracción recíproca. El Hijo no se puede encontrar fuera del Padre, ni el
Padre fuera del Hijo. Cristo, consciente de este amor existencial y total que
colma su ser, puede decir: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Juan 10, 30).
¡Cómo es maravilloso e inefable este misterio de amor,
que es el misterio de Dios y de su esencia trascendente! ¿Quién podrá jamás
decir que el Padre y el Hijo son dos? ¡Ellos no lo son, absolutamente! Son al
contrario un solo ser, una sola esencia y una sola existencia, Padre e Hijo,
Padre amante e Hijo amado. Esta es la esencia de Dios, que posee la plenitud de
la perfección y de la riqueza interior, permaneciendo necesariamente e
inevitablemente una.
He aquí por qué se dice que la divinidad no es divisible,
que no puede crecer o disminuir y que en él no hay primero y segundo, más
grande y menos grande, precedente y sucesivo. Al mismo tiempo, no es una unidad
numérica, ya que el número expresa un modo de existencia físico, pero la unidad
de Dios expresa una presencia total, personificada por un Ser único, que
incluye paternidad e filiación. Este Ser es el Ser completo, que posee la
totalidad de la verdadera presencia y abraza todo lo que existe en verdad.
Desde él provienen la paternidad y la filiación, incomparablemente unidas en la
intimidad del amor, para hacer existir, por amor, al mundo y todo lo que
contiene.
Esto quería decir san Juan con estas palabras: “Dios ha
amado tanto al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea
en él no muera, sino que tenga la Vida eterna” (Jn 3,16). Porque Dios ha creado
al mundo a través del amor y lo ha redimido mediante el amor. El amor ha
vencido a la muerte, como la luz dispersa las tinieblas sin combatir. Así hemos
visto al Amor, o al Amado, suscitar de la muerte una vida eterna en el cielo.
Por amor, Dios ha creado al mundo: “En él (“el Hijo de su
amor”, Col 1,13) fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la
tierra, las visibles y las invisibles: Tronos, Dominaciones, Principados y
Potestades. Todas las cosas han sido creadas por medio de él y en vistas a él”
(Col 1,16). Esto muestra como el amor de la nada da vida a la existencia.
Y por amor, Dios ha redimido al mundo a través de la
muerte de su Hijo: “Dios ha amado tanto al mundo que entregó a su Hijo
unigénito, para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga la Vida
eterna” (Jn 3,16). Esto muestra como el amor crea la vida de la muerte.
Así nos hemos convertido en las creaturas del Amado. En
él el Padre nos ha creado y en él nos ha redimido. A través de este amor
creador y redentor, nos hemos unido al Amado y al Padre con los lazos de la
existencia y de la vida. En este sentido Cristo ha dicho: “Quien me ama será
amado por mi Padre y yo también lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14, 21).
Por tanto, Cristo se nos revela a nosotros en el amor.
“Quien me ama”.
Hay un amor que existe en la mente y del cual se habla
con facilidad, de manera que cualquiera puede decir que ama a Cristo. Pero hay
un amor que existe en el corazón, para hacer un trono de luz donde se siente
Cristo. De este amor nadie puede hablar, pero éste inunda en tal punto con su
luz que no se puede negar su presencia. Si el Amado habita en el corazón, el
corazón no puede contener más que a él, porque es eternamente “la plenitud de
aquel que es el perfecto cumplimiento de todas las cosas” (Ef 1,23) y “de su
plenitud todos hemos recibido: gracia sobre gracia” (Juan 1,16).
Como el Hijo colma el corazón del Padre y como el Padre
ve y ama solo al Hijo –nosotros en efecto somos amados por el Padre en el Hijo-
así es también en nuestro caso: quien ama verdaderamente a Cristo, Cristo colma
su corazón y este ser humano no puede amar más nada en verdad, si no en Cristo.
“Que Cristo
habite por medio de la fe en vuestros corazones” (Ef 3,17)
He aquí la fuente del amor divino que ha brotado para
nosotros como el más grande de los dones de Dios. Presta mucha atención,
querido lector: el Amado, con toda la plenitud del amor del Padre y de su mismo
amor, se ha abajado él mismo y ha consentido, por obediencia al amor del Padre,
habitar en nuestros corazones por medio de la fe. Si nosotros creemos que
Cristo es el único Amado del Padre y si estamos seguros de su presencia, él
será capaz de trasladar su propia presencia a nuestros corazones y de hacer
real y concreto en nosotros su título de “Amado”. Ya que la inhabitación de
Cristo en nosotros está condicionada a nuestra fe en su presencia y su amor en
nosotros está condicionado por nuestra fe en el amor del Padre en él.
Escuchad lo que dice misteriosamente: “Si uno me ama […]
Mi Padre lo amará y nosotros vendremos a él y haremos una morada en él” (Jn
14,23). Es un misterio escondido. Cuando lo amamos, nos abrimos a su amor y su
amor de modo irresistible se difunde en nosotros sin medida. No debemos olvidar
que “Dios es amor”. Así ¿quién puede conocer a Dios si no quien es capaz de
amarlo (cf. 1 Jn 4,8)? Y, ¿Quién puede abrazar al Amado u obligarlo a venir a
su corazón si no quien, gracias al amor, se abre a la naturaleza de Dios?
Cristo es la plenitud del amor. Penetra solo en un corazón que se le dona
completamente. Debemos siempre estar atentos al significado profundo de su
título de “Amado”. En este título el Padre es expresado de modo implícito,
porque Cristo es el “Amado del Padre” y por tanto es imposible que Cristo
llegue sólo al corazón de aquel que lo ama. “Si uno me ama […] Mi Padre lo
amará y nosotros iremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).
¡Oh abismo y nobleza del amor! ¡El
Padre trascendente, al cual es debida toda gloria, todo honor y alabanza
eterna, puede ser recibido en nuestro corazón a través de su amado! Este es el
misterio de su Hijo dilecto y su grandeza inefable. Este título contiene la
trascendencia del Padre, el Hijo es “el Amado del Padre”. ¡Oh puerta abierta
sobre la “plenitud de Dios”! Tal es el título de “Amado”. Si nosotros vamos a
Él con amor, él nos viene al encuentro con el Padre y con todo el amor del
Padre. De este modo la divinidad se hace cercana a la humanidad, hasta
visitarla y hacerla verdaderamente su morada: “Nosotros vendremos a él y
haremos morada en él” (Jn 14, 23). No debemos tomar a la ligera la venida en
nosotros del Hijo amado con el Padre, porque significa que hemos alcanzado la
profundidad de su amor que nos ha sido revelada en la muerte del Hijo. ¡Él es
el amor crucificado! Y Cristo era sincero cuando decía: “Quien no tome su cruz
y no me siga no es digno de mí” (Mt 10,38). Así el acceso a Cristo y al Padre
pasa a través del amor sobre una cruz. Para ser encontrados dignos de Cristo y
del Padre, debemos considerar las personas divinas en la luz del amor y de la
cruz.
Si el Amado entra en el corazón
establece allí una morada para sí y para el Padre. No es más un corazón humano,
sino un templo en el cual Dios habita. Oh Hijo de Dios, ¿qué debo esperar?
Vienes y el fuego de tu amor me consume. ¿Para qué sirve mi vida? La tuya es
suficiente. ¿Cuál es mi vida? Tu vida absorbe mi muerte y así “no vivo más yo,
sino Cristo vive en mí” (Gal 2,20). Pablo, tú has llegado hasta la muerte para
conquistar la vida de Cristo en ti y la has conquistado tanto en la vida como
en la muerte.
¿Habéis sentido hablar de una madre
que ama a su hijo y que arriesga su vida por amor a él? ¡Esta madre ha acogido
al Amado con el corazón del Padre y su amor! ¿Habéis sentido hablar de un joven
esposo que ama a tal punto a su esposa, tanto que se olvida de beber y comer
hasta rozar la muerte? Sabed que su amor le viene del Amado y que el amor le ha
invadido a tal punto que él la prefiere a su vida. Hombres y mujeres que
custodiáis la virginidad: sabed que vivís esto por el deseo arrollador del
Amado de encontrar una casa en vuestro corazón, un lugar donde pueda ejercitar
las formas divinas del amor, para responder al amor del Padre por él y ofrecer
a la Iglesia algunas lámparas para iluminar esta noche oscura que dura por
tanto tiempo. Maridos y mujeres, revestíos con un espíritu nuevo, porque el
tesoro del amor divino en vuestros corazones no puede ser alterado por vuestro
matrimonio o por el amor que tenéis por vuestros hijos e hijas. El matrimonio
no puede extinguir el fuego ardiente del Amado, sino más bien lo inflama aún
más, porque tenéis la experiencia del amor unificante. Así, levantadlo en alto,
por encima de las preocupaciones de la vida
y se volverá más noble a los ojos del Amado: “Vosotros, maridos, amad a
vuestras esposas, así como también Cristo ha amado a la Iglesia y se ha dado a
sí mismo por ella” (Ef 5,25).
Mirad como san Pablo eleva el honor
y la gloria del amor de un hombre por su mujer poniéndolo en paralelo con el
amor de Cristo por la Iglesia. No hay nada de extraño en esto y es un misterio
maravilloso. Cristo ha amado a la Iglesia porque es su cuerpo, es decir el conjunto de aquellos que creen en él
y que él ama, para atraerlos al Padre, para hacerlos perfectos en el amor y
presentarlos como un sacrificio ante el trono de la gracia. De este modo, la
mujer ocupa un lugar de primer plano en la mente y en el corazón de Cristo
porque es ella la que ofrece a Cristo y a Dios Padre a los hijos por el Reino,
sacrificios vivientes que enriquecen a la Iglesia y la ayudan a realizar su
vocación. Por tanto, no es extraño que la relación de la mujer con el hombre
sea semejante a la de la Iglesia con Cristo. Es así que Cristo ha dado un nuevo
valor al matrimonio y lo ha hecho sagrado como la obra de la Iglesia por el
Padre. Pablo dice también: “De modo análogo, los maridos tienen el deber de
amar a sus mujeres como al propio cuerpo: quien ama a la propia mujer, se ama a
sí mismo […] como también Cristo hace con la Iglesia” (Ef 5, 28-29).
Que la mujer, en la presencia de
Cristo y del Espíritu Santo, sea para el marido como el propio cuerpo y como su
alma, es el efecto del sacramento del matrimonio. Ante Cristo y el Espíritu
Santo, los dos, marido y mujer, con su amor recíproco y santo se han vuelto un
solo cuerpo y una sola alma. El cuerpo de la mujer se ha vuelto para el marido
como su cuerpo. Él le cuida, le ama y le da gran importancia, como al suyo. El
alma de la mujer y el alma del esposo se vuelven uno en el amor.
Es verdaderamente maravilloso ver a
san Pablo completar su visión mística del valor del matrimonio a los ojos de
Dios, usando términos de amor, honor, estima, dignos de Cristo y de la Iglesia.
Podemos considerar esto en dos modos:
El primero es el “misterio de la
unidad” entre el marido y la mujer, basado sobre su amor recíproco y santo. El
marido ama a la mujer en Cristo como al propio cuerpo y a la propia alma y la
mujer del mismo modo. A través de este amor recíproco, se realiza en ellos el
misterio de la unidad. A causa de esto, el matrimonio es visto como semejante a
la unión de Cristo con la Iglesia, vale decir con todos los fieles: “Así
nosotros, incluso siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo y, cada uno por
su parte, somos miembros los unos de los otros” (Rm 12, 5). Así el matrimonio
es como un modelo viviente, una célula elemental de la unión de la Iglesia con
Cristo.
El segundo aspecto es el de la
procreación. En la Iglesia, gracias al bautismo, tiene lugar el nuevo
nacimiento de niños y niñas. En virtud
de esta realidad, la Iglesia se vuelve como una madre que engendra hijos e
hijas para Dios y para el Reino. Esto es exactamente lo que le sucede a la
mujer, en el sacramento del matrimonio. Ella presenta a la Iglesia niños y niñas
sobre los cuales la Iglesia, con el bautismo, pone el sello del Espíritu, para
que se vuelvan hijos e hijas de Dios y tomen parte en la herencia del Reino
eterno.
Así el misterio de la Iglesia y del
matrimonio realizan juntos la misma obra, que en definitiva es la de Cristo. Si
se considera atentamente el título de Cristo, “el Amado”, se descubre allí el
poder y el espíritu del matrimonio como también el poder y el espíritu de la
Iglesia. El Amado ha amado a la Iglesia y la ha elegido como prometida, como
una virgen pura, para que le diera hijos e hijas para el Reino y para la gloria
del Padre. Del mismo modo, el Amado entra en el misterio del matrimonio y une a
los dos esposos con su amor, de modo que sean uno y tengan hijos e hijas en la
fe, para la gloria de Cristo y del Padre.
El apóstol Pablo completa así su
exhortación: “Como Cristo ha amado a la Iglesia y se ha dado a sí mismo por
ella” (Ef 5,25). Aquí se habla de Cristo y de la Iglesia. ¿Pero en qué
corresponde en el caso del esposo hacia su esposa? ¿Debería estar dispuesto a
morir por ella? Nosotros afirmamos que la Iglesia ha vivido y continúa viviendo
porque Cristo, el amado del Padre, se ha efectivamente ofrecido por ella. Con
su amor le ha dado la vida a partir de su misma vida. Pero en el matrimonio, la
situación es distinta, porque la disposición del marido a morir por la mujer no
daría a esta última ninguna ventaja, ni podría darle vida. Aquello que produce
realmente provecho a la mujer, como así también al esposo y a los hijos, para
conseguir el objetivo sagrado del amor y del matrimonio, es que el conyugue
realice con eficacia y con constancia la muerte a sí mismo por amor a su esposa
y a sus hijos. Esta muerte a sí mismo se traduce con la constancia, la
paciencia y la renuncia al deseo de todo lo que no conviene a un marido
cristiano, cuya responsabilidad es la de guiar la nave de la familia a través
de las insidias del océano de este mundo, hasta hacerla arribar a las riberas
de Dios.
He aquí que las dos imágenes
coinciden. La de Cristo, el Amado, que por amor a la Iglesia va al encuentro de
la muerte, con el fin de redimirla y, con su vida, darle vida. Y la de la
abnegación constante del marido para rescatar a su familia con su paciencia, su
resistencia y su amor, a fin de que ésta pueda vivir en la paz de Dios y
alcanzar la meta de su vocación. Esto no es posible si el Amado no colma el
corazón del marido y de la mujer, porque el amor es una fuerza que se puede
conferir donde se quiere. El amor del marido persiste, crece y alcanza lo imposible,
si toma del Amado el poder con el cual él se ha ofrecido por la Iglesia y lo
emplea para el bien de su mujer. Entonces, el amor del Amado en el corazón del
marido lo conducirá a procurar a la esposa todo de lo que ella tiene necesidad,
hasta los límites de lo imposible.
El sacramento del matrimonio está
lleno de una fuerza y de un significado profundo que recibe de Cristo mismo y
de su unión con el Padre: “Quien me ama será amado por mi Padre y también yo lo
amaré” (Jn 14, 21). Si el matrimonio abraza el amor del Hijo dilecto, entonces
el poder del Altísimo cubrirá a los esposos con su sombra y les hará partícipe
del amor esencial del Padre. Se convertirán así en un testimonio de la
auténtica presencia del amor divino en el matrimonio cristiano.
El cuerpo en el matrimonio
Lo que nos sorprende es el motivo
dado por san Pablo cuando dice: “los maridos tienen el deber de amar a la mujer
como al propio cuerpo: quien ama a la propia mujer se ama a sí mismo. Nadie en
efecto jamás ha odiado su propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como
también Cristo hace con la Iglesia, ya que somos miembros de su cuerpo” (Ef 5,30).
Esto revaloriza el cuerpo en el
matrimonio, para que ninguno lo desprecie. Si la Iglesia, esposa de Cristo, es
al mismo tiempo su Cuerpo, también nosotros somos su cuerpo, en el misterio de
la Iglesia. Ciertamente somos convertidos en miembros de su santo Cuerpo,
tratados como su carne y huesos, ya que la plenitud de la divinidad habita en
el cuerpo de Cristo y les da una expansión infinita. Por tanto, si un marido ha
elegido como mujer a una de las hijas de Cristo, ésta es innegablemente uno de
los miembros del Cuerpo de Cristo, considerada como su carne y sus huesos.
¿Cómo podría el marido no amarla? ¿Cómo podría no considerarla sagrada? ¿Cómo
no la consideraría como su cuerpo y como su alma? A la luz de este misterio,
nos damos también cuenta, de un modo nuevo, como los dos se vuelven “una sola
carne” (cfr. Mt 19,6). Tal es la rica concepción del matrimonio, a la luz de la
presencia del Amado en este misterio sagrado.
En definitiva, comprendemos que el
misterio del matrimonio es justamente el misterio del amor divino dado por el
Amado cuando viene a bendecir al hombre y la mujer que quieren volverse uno en
el misterio de su amor. Pero, ¿por qué un hombre deja a su padre y a su madre
para unirse a su mujer? Porque, gracias a Cristo, ésta se ha vuelto para él su
nuevo cuerpo recibido del Señor, a imagen de la Iglesia para Cristo: “vosotros
sois cuerpo de Cristo y, cada uno según la propia parte, sus miembros” (1 Cor
12,27).
La unión de Cristo con el alma humana, matrimonio espiritual o “adhesión al
Señor”.
Como Cristo, el “Amado” está
presente entre el marido y la mujer con el amor divino para que los dos sean un
solo cuerpo para el bien de la Iglesia, del mismo modo es cuando el Amado toma
morada en el alma humana, gracias al amor divino, a fin de que el ser humano se
vuelva un solo espíritu con Cristo y en Cristo: “quien se une al Señor forma
con él un solo espíritu” (1Cor 6,17).
El fundamento de la adhesión al
Señor es el hecho de que el conjunto de los fieles es el templo de Dios: “¿No
sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?
Lo habéis recibido de Dios y no os
pertenecéis a vosotros mismos. En efecto, habéis sido comprados a un alto
precio: glorificad por tanto a Dios en vuestro cuerpo” (1 Cor 6, 19-20). Así
quien elige no estar unido con una mujer, es decir no casarse, sino que ha
elegido unirse al Señor y dar a las aspiraciones del espíritu la precedencia
sobre las exigencias del cuerpo, en realidad ha elegido complacer a Dios antes
que complacer a una esposa, según el consejo del Apóstol: “querría que
estuvieseis sin preocupaciones: quien no está casado se preocupa de las cosas
del Señor, de cómo puede complacer al Señor; Quien está casado en cambio se
preocupa de las cosas del mundo, de cómo puede complacer a la mujer, ¡y se
encuentra dividido! Así una mujer no casada, como la virgen, se preocupa de las
cosas del Señor, para ser santa en el cuerpo y en el espíritu” (1 Cor 7,32-34).
El apóstol Pablo considera del modo siguiente los respectivos valores del
matrimonio y del celibato por Dios: “aquel que se casa con una mujer, hace
bien; y el que no se casa, hace mejor.” (1 Cor 7,38). Aquí no se trata de mayor
o menor santidad, o de mayor o menor pureza. ¡Ciertamente que no! A lo sumo es
cuestión de santidad sin las preocupaciones del mundo o de santidad con tales
preocupaciones.
De los que eligen dedicar sus vidas
y sus cuerpos para unirse al Señor, Cristo ha dicho que esto no es dado a
todos, sino sólo a quienes lo pueden recibir. Los discípulos habían hecho esta
objeción al Señor: “Si esta es la situación del hombre respecto a la mujer, no
conviene casarse”. Él responde: “No todos entienden esta palabra, sino sólo a
los cuales ha sido concedido. En efecto, hay eunucos que han nacido así del
seno de la madre, y hay otros que han sido hechos así por los hombres, y hay
otros aún que se han hecho tales por el Reino de los cielos. Quien puede
entender, que entienda” (Mt 19, 10-12). En el pensamiento del Señor, “puede
aceptar” significa recibir la capacidad de dominar las exigencias de la
sexualidad.
Así Cristo presenta “la adhesión al
Señor” como algo que no es para todos, sino más bien para aquellos que tienen
el deseo y la eligen, como dice claramente san Pablo: “Quien está firmemente
decidido en su corazón- incluso no teniendo necesidad, sino siendo árbitro de
la propia voluntad- quien, por tanto, ha deliberado en su corazón de conservar
su virginidad, hace bien. En conclusión, aquel que se casa con una mujer, hace
bien; y el que no se casa, hace mejor.” (1 Cor 7,37-38).
Según las palabras del Señor y las
de san Pablo, las condiciones de la virginidad observada para adherirse al
Señor, aparecen claramente como sigue:
1. Esto no es para todos, sino solo a
los que les ha sido concedido y que pueden sostener esta vocación.
2. Casarse y unirse a una mujer es
cosa buena, pero elegir “adherirse al Señor” es mejor.
3. Los que eligen la virginidad, es
decir el celibato y la adhesión al Señor, deberán estar firmemente decididos en
su corazón, al reparo de toda constricción (causadas por sus pasiones), libres
en su elección y decididos en su interior.
El Señor atrae a sí a la humanidad entera, a los casados como a lo que no
lo están. La unión de Cristo con el alma, el matrimonio celestial y espiritual.
“Yo
rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que permanezca con vosotros para
siempre […] No os dejaré huérfanos: vendré por vosotros. Dentro de poco el
mundo no me verá más; vosotros en cambio me veréis, porque yo vivo y vosotros
viviréis. En aquel día vosotros sabréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en
mí y yo en vosotros” (Jn 14, 16-20).
Cristo ha dicho esto a sus
discípulos antes de su crucifixión, como
una realidad que se hará a ellos manifiesta después de la resurrección. “Aquel
día”, en efecto, indica el día en el cual el Espíritu Santo descenderá sobre
ellos directamente.
“Vosotros en mí y yo en vosotros”
expresa un estado de unión perfecto y recíproco. Nosotros estamos en Él, es
decir en su Hijo dilecto, y él en nosotros, por tanto no tenemos nada fuera del
Amado.
“Y yo en vosotros” significa que el
Amado con todo su amor habita en nosotros. Esto es, en efecto, el matrimonio
espiritual, unión sin fin, misterio inefable de la acción del Amado en nosotros
y manifestación suprema de su amor por nosotros.
Cuando dice “y yo en ti”, se podría
pensar que él remueve nuestra existencia personal. Pero antes de esto él ha
dicho de modo positivo que también nosotros seremos en él, con todo nuestro
ser. En consecuencia, en el Amado nuestra existencia es confirmada y asegurada
por la suya.
Y cuando antes él ha afirmado: “Yo
estoy en mi Padre”, casi como introducción a las cláusulas de un contrato de
matrimonio, ha indicado que la unión acontece en la presencia trascendente del
Padre, porque Él es uno con Cristo. Es el fundamento de nuestra unión con el
Amado y de su unión con nosotros, en el sentido que Cristo – el Amado- ratifica
este sublime matrimonio espiritual con la presencia del Padre. Así, se trata de
un matrimonio absolutamente santo, realizado bajo los ojos del Padre, con su
consentimiento y su beneplácito.
Debes notar, querido lector, que
Cristo habla a sus discípulos, en cuanto primera expresión de la Iglesia. Como
sabemos, Pedro era uno de los discípulos y era casado; entre los otros
discípulos, algunos eran casados y otros no lo eran. La unión a Cristo ante el
Padre es un matrimonio espiritual inefable que comprende a todos los fieles,
casados o no, sin discriminaciones.
Según nuestra opinión, esto indica
la existencia de un estado de virginidad para la nueva humanidad, obtenido en
virtud de su santificación por medio de la sangre de Cristo. Este estado de
virginidad hace semejante a los que no están casados a aquellos que están
casados y viven espiritualmente, por gracia del Espíritu, su unión física con
el propio conyugue. Así, ante nosotros, tenemos claramente una virginidad
física y una virginidad espiritual, el matrimonio físico y un matrimonio
espiritual. Los que son vírgenes de corazón sin estar destinados al celibato,
son llamados al matrimonio físico, en toda decencia. Y son también llamados al
matrimonio espiritual, gracias a la unión con Cristo. En cuanto a los que son
vírgenes de corazón y en el cuerpo, éstos renuncian al matrimonio físico, para
dedicarse únicamente al matrimonio espiritual con Cristo.
La diferencia es explicada por San
Pablo como sigue: “querría que estuvieseis sin preocupaciones: quien no está
casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo puede complacer al Señor” (y
solo a él). “Quien está casado en cambio se preocupa de las cosas del mundo,
de cómo puede complacer a la mujer”.
Queremos agregar, basándonos en el
Evangelio y en la invitación general al Reino, que, también en el caso de los
conyugues, el matrimonio viene en segundo lugar después de su vocación primera
y fundamental que es la de la unión a Cristo. La pareja se interesa juntos en
las cosas del Señor. Esto es un dato de hecho, indiscutible en la Biblia: la
unión física entre un hombre y una mujer en el matrimonio y la unión espiritual
con Dios no se presentan como una alternativa ineludible: o el matrimonio o la
unión con Cristo; o el matrimonio o el Reino de Dios. Esta alternativa está
fuera de discusión y contraria a todas las promesas de Dios respecto a la
universalidad de la salvación y al ingreso del Reino y a la vida eterna. Pero
lo que se agrega en el caso del matrimonio físico es el hecho de deber cargar
“con las preocupaciones por las cosas del mundo” y nos gustaría agregar, el hecho
de asumir recíprocamente la responsabilidad de la salvación del conyugue.
Cualquier persona, hombre o mujer,
que custodia la virginidad, que se ha liberado de las preocupaciones del mundo
y que ha renunciado al matrimonio, está necesariamente llamada a unirse a
Cristo, a alcanzar la salvación, a buscar el Reino y a tender a la vida eterna.
Todo esto al mismo título y siguiendo la misma vocación de las personas casadas
que se han vuelto una sola carne y que soportan juntos las preocupaciones de
este mundo. Estos se han casado con la consciencia de que su vocación cristiana
es, en primer lugar, sobre todo y más allá de todo obstáculo, la adhesión a
Cristo, cultivando el esfuerzo de mantener esta unión con él. Esto vale para
ambos, el hombre como la mujer. Cada uno conduce su propia lucha, el propio
camino espiritual y vivir juntos puede facilitar esta lucha y este camino.
Marido y mujer son llamados a la
salvación y a la vida eterna por derecho divino y en virtud de una promesa divina,
igual que aquellos que se han consagrado a la virginidad y renunciaron al
matrimonio.
Todo esto esclarece cuanto afirma
san Pablo: no hay diferencia entre los dos estados, si no “las preocupaciones
por los afanes del mundo” que deben llevar los que se han casado y que es
remplazada para los que practican la virginidad por las preocupaciones por la
lucha contra el enemigo y por el control y la sumisión del cuerpo, en provecho
del espíritu.
Aquel que mantiene la virginidad se
distingue por la adquisición de altas experiencias espirituales para la gloria
del Amado y el bien de la Iglesia, siempre que él logre verdaderamente dominar
y someter su cuerpo y custodiar su espíritu concentrado en la voluntad de
Cristo. Aquel que posee igualmente, como rasgo distintivo, la capacidad de
discernir el misterio del Evangelio, así como las característica del camino de
salvación y de la vida eterna hasta convertirse en un guía espiritual para
muchas personas, en su vida terrena como también después en su muerte.
El hombre casado se distingue por
dos cosas. La primera es tener a una hermana que custodia y de la cual de ocupa
en el temor del Señor. Como se ofrece a sí mismo, así él la ofrece al Señor
como una compañera perfecta, en la misma fe, por un mismo peregrinaje hacia la
salvación y con la misma esperanza por el Reino de Dios. Juntos cumplen la
voluntad de Dios en sus vidas. La segunda cosa es que ellos ofrecen a Dios a
sus hijos e hijas que Dios ha querido darles, sean más o menos numerosos (y, si
son numerosos, la recompensa será más grande). Los ofrecen a la Iglesia para
enriquecerla en la fe y en el amor. La Iglesia es la Esposa de Cristo, su
cuerpo. Así, con sus cuerpos, los esposos añaden un ornamento al cuerpo de
Cristo que crece y se perpetúa de generación en generación.
Aquel que mantiene la virginidad y
ha dedicado su vida al divino Amado ofrece a la Iglesia una vida santa, una
ciencia divina, una luz celestial y un testimonio viviente. Lega a la Iglesia
su nombre y su lucha espiritual, a fin de que la Iglesia pueda resplandecer en
este mundo con más poder, gracia y luz. Él presenta un modelo viviente de
Evangelio vivido, que es transmitido de generación en generación, a fin de que
la luz de la Iglesia no se apague nunca.
Hombres y mujeres casados ofrecen
sus cuerpos, o mejor su carne unificada por el amor, al cuerpo celeste del
Amado, es decir a la Iglesia. Junto a sus cuerpos, ellos ofrecen a la Iglesia
el fruto de su amor santificado, es decir a sus hijos e hijas, para hacerla
crecer en número y vitalidad, en amor y actividad, como servicio y como luz
para el mundo.
Al término de su discurso sobre este
tema, Cristo ha dicho: “Quien puede entender, que entienda” (Mt 19,12). Cristo
no discrimina entre el matrimonio y la virginidad, pero con discreción, sugiere
ésta última a aquel que lo ama, porque se hace virgen, sobre el ejemplo del
Amado.
Retomo el tema de la sublimidad del matrimonio espiritual y de la unión a
Cristo, el Amado.
En su oración sacerdotal, que es el
último testamento, el último deseo del Amado, Cristo insiste repetidamente
sobre nuestra unión con él. Pocas horas antes de ser elevado sobre la cruz, la
pide al Padre. El lector debe estar muy atento a la universalidad de esta
oración: “no ruego solo por estos (los discípulos), sino también por aquellos
que creerán en mí mediante su palabra: para que todos sean una sola cosa; como
tú, Padre, estás en mí y yo en ti, estén también ellos en nosotros […] Yo en
ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad” (Juan 17, 20-21.23).
Cristo retorna con insistencia sobre
el deseo que nuestra unión a él sea semejante a la unidad que él tiene con el
Padre, la cual de esta primera desciende: “Como tú, Padre, estás en mí y yo en
ti, estén también ellos en nosotros”. Así el matrimonio espiritual es elevado
al nivel de la unidad divina. Si recordamos lo que habíamos dicho
anteriormente, esto es que la unidad del Padre y del Hijo está fundada sobre su
amor recíproco (“el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre”), entonces
entendemos que la unión de Cristo con nosotros y nuestra unión con él, en virtud
del mismo principio, es una unión de amor recíproco. Un amor unificante. La
unión del ser humano al Amado puede ser semejante y aproximarse a la unidad del
Padre y del Hijo.
El recíproco amor del Amado y de los fieles, supremo testimonio de la
autenticidad de la misión del Hijo en el mundo.
“Yo en ellos y tú en mí, para que
sean perfectos en la unidad y el mundo conozca que tú me has enviado y que les
has amado como me has amado” (Juan 17,23).
El amor recíproco entre nosotros y
el Hijo predilecto testimonia que el Padre nos ha amado verdaderamente con el
mismo amor con el cual ama a su Hijo dilecto.
“Para que sean una sola cosa como
nosotros somos una sola cosa” (Juan 17,22). “Para que […] estén también ellos
en nosotros” (Juan 17,21).
Este es el milagro de la
condescendencia divina que permite al ser humano acceder al reino misterioso
del amor divino del Padre y del Hijo, fundamento de la unidad divina entre el
Padre y el Hijo.
¿Quién puede creerlo? ¿No es la
maravilla de las maravillas de Dios, que él pueda abajarse a tal punto y que
nosotros podamos penetrar en el reino de amor del Padre, en el mismo amor con
el cual ama a su Hijo o, al menos en un amor que se le asemeje? “Como me has
amado […]” “Como nosotros somos una sola cosa”.
Éste es verdaderamente el misterio
del Amado, del Hijo que abraza todo el amor del Padre. Cuando se ha abajado
hasta tomar la condición de siervo y la forma humana en el cuerpo de una Virgen,
él ha venido a nuestro mundo, cargando en sí mismo todo el amor del Padre. Con
su muerte y su resurrección ha elevado a la humanidad a su nivel, de modo que
pudiese gozar en él y con él de las riquezas y de la heredad del Amado.
La humanidad es de tal modo
redimida, participando con él del mismo amor del Padre. Poco antes de la
crucifixión, Cristo ha revelado su misterio más grande, el de su gran gloria
que nos ha dado de compartir: “Y la gloria que tú me has dado, yo la he dado a
ellos, para que sean una sola cosa como nosotros somos una sola cosa” (Juan
17,22).
Esta palabra nos promete la efusión
en todos nosotros del amor del Padre, a través del tiempo y hasta la eternidad.
Esta es la promesa del Amado que el cielo ha registrado para que pueda resonar
por la eternidad y ser cumplida ante nuestros ojos y en nuestros corazones, día
tras día, “hasta que él vuelva” (cf. 1 Cor 11, 26). Sí, seguramente volverá y
cumplirá su promesa de modo manifiesto, y “nosotros veremos con nuestros ojos
la gloria del cordero”. Él mismo es garante de su promesa y vela sobre su
palabra para cumplirla (cf. Jer 1,12).
“Y yo he hecho conocer a ellos tu
nombre y se los haré conocer, para que el amor con el cual me has amado esté en
ellos y yo en ellos” (Juan 17,26). ¡Si, ven pronto, Amado, porque nuestras
fuentes se están secando!
Despierta, querido lector. Esto no
es un sueño, sino una visión de la verdad y una promesa cierta, registrada para
nosotros por el Amado y ratificada por la presencia del Padre. Ahora estamos
viviendo el período de nuestro noviazgo y nos preparamos cada día –gracias a la
obra del Espíritu Santo que se puede percibir en el latido de nuestro corazón-
para ver el cumplimiento de la promesa del Amado y la participación en su
realización.
Escucha lo que el Espíritu dice:
“Agradeced con alegría al Padre que os ha hecho capaces de participar en la
herencia de los santos en la luz. Él es el que nos ha liberado de los poderes
de las tinieblas y nos ha hecho entrar en el reino de su Hijo muy querido” (Col
1,12-13). “Os he prometido a un único esposo, para presentaros a Cristo como
una virgen casta” (2 Cor 11,2).
Querido lector, es claro que ahora
descubrimos la verdad de todas estas preciosas y benditas promesas, que el Hijo
amado ha sellado con su sangre. Las descubrimos en el amor de Cristo que
podemos gustar cada día en la oración, en la alabanza de un corazón colmado de alegría,
en la castidad y en la pureza, en las aspiraciones inflamadas del Espíritu,
cuando nos acercamos al santo altar para recibir el carbón ardiente de la
divinidad. Lo descubrimos aún más en el fuego del amor que inflama nuestros
corazones por el Amado y por los otros, todos los otros. Todo se desvanecerá y
desaparecerá, excepto el amor que, al final, nos llevará consigo sobre las alas
del Espíritu para hacernos reposar en la presencia del Amado y del Padre.
El apóstol Pablo, lleno de
experiencia en el conocimiento de los misterios del Amado, nos ha dado la clave
del tesoro, a fin de que podamos alcanzar nuestro objetivo: “radicados y fundados
en la caridad, seáis capaces de comprender con todos los santos […] y de
conocer el amor de Cristo [del Amado] que supera todo conocimiento, para que
seáis colmados de toda la plenitud de Dios” (Ef 3, 17-19). Esta expresión es
equivalente en todo a la de la oración del Amado en el Evangelio de Juan: “Para que el amor con el cual me has amado esté
en ellos y yo en ellos”.
Además, tanto en la oración
sacerdotal del Evangelio de Juan como
en la explicación dada por san Pablo en lo más alto y más verdadero que ha
escrito en su Carta a los Efesios,
encontramos que todo está centrado sobre el amor que el Amado ha venido a hacer
resplandecer sobre nuestro mundo y del cual él mismo garantiza el cumplimiento,
según su promesa.
Alguien podría decir: “¿Cuáles son
estas extrañas maravillas de las cuales hablas, querido autor?” Yo respondo.
Dice el Espíritu: “No hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de
Dios para conocer lo que Dios nos ha dado” (1 Cor 2,12).
Por tanto, querido lector, se dice
que estas verdades con muy elevadas y están más allá de nosotros, el Espíritu
responde: “Aquellas cosas que el ojo no vio, ni oyeron los oídos, ni jamás
entraron en corazón de hombre, Dios las ha preparado para aquellos que lo aman.
Y a nosotros Dios las ha revelado por medio del Espíritu” (1 Cor 2,9-10).
De otro modo, ¿por qué la Escritura
habría dicho que: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por
medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5)? ¿Por qué el amor de
Dios se habría derramado en nuestros corazones, si no para ponernos en comunión
con Cristo y con su Padre?
“Y nuestra comunión es con el Padre
y con su Hijo, Jesucristo. Estas cosas os escribimos para que nuestra alegría
sea plena” (1 Juan 1,3-4). ¿No hemos pues dicho, querido lector, que estamos
llamados a la comunión nupcial con Cristo, aprobada por el Padre y realizada
por el Espíritu Santo? ¿Cómo podemos encontrar una “alegría plena”, si no
gracias a la unión nupcial entre el alma y el Amado, con la aprobación del
Padre y su beneplácito?
No podemos concluir estas
reflexiones sobre el Amado, sin retomar lo que dice san Pablo: “radicados y
fundados en la caridad, seáis capaces de comprender con todos los santos cuál
es la amplitud, la longitud, la altura y la profundidad, y de conocer el amor
de Cristo que supera todo conocimiento, para que seáis colmados de toda la
plenitud de Dios” (Ef 3, 17-19). Así se cumple el misterio del Amado: su amor
es la puerta abierta a “toda la plenitud de Dios”.
Querido autor, estamos de acuerdo
con lo que has escrito, pero ¿por dónde comenzar? ¿Cuál es el camino?
Es un latido del corazón, que quien
ama conoce bien, el que anuncia la venida del Amado. Comienza entonces el
camino sin fin que conduce a Dios.
Matta el Meskin
Vittorio Ianari.
I cristiani d’
Egitto nella vita e negli scritti di Matta el Meskin
Ed. Morcelliana. Brescia 2013.
Pp. 181-205