Un hombre joven, de nombre Jorge (en
realidad el futuro San Simeón el Nuevo Teólogo), confiesa su vocación monástica
a un monje muy santo –Simeón Eulabes, el Studita-. Su director le fija un
pequeño programa y le entrega la ley espiritual de Marco el Ermitaño. Jorge
devora el opúsculo y retiene, fundamentalmente, tres capítulos que corresponden
a las fases de la ascensión espiritual.
1.
Si buscas curación, cultiva tu conciencia; haz todo lo que ella te diga y
obtendrás provecho.
2.
Aquel que busca las operaciones del Espíritu antes de haber practicado los
mandamientos, recuerda al esclavo que, en el momento mismo de ser comprado,
reclama el precio de la compra y sus cartas de emancipación.
3.
Aquel que ora de cuerpo y no posee todavía la ciencia espiritual, es como el
ciego que grita: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” (Lc 18, 38). El ciego,
cuando recuperó sus ojos y vio al Señor, lo adoró llamándolo, no ya, hijo de
David, sino Hijo de Dios.
Nuestro
joven admiró estos tres capítulos y creyó que encontraría gran ventaja cultivando
su conciencia; que conocería las operaciones del santo Espíritu; que aprendería
a guardar los mandamientos de Dios; que por la gracia de este, sus ojos
interiores se abrirían y que vería a Dios espiritualmente.
Herido
de amor y de deseo por el Señor, persiguió, en su esperanza, la primera e
invisible belleza. Él se limitó a esto –habría de confesármelo más tarde bajo
juramento-: cada tarde, él se aplicaba a la pequeña consigna que el santo anciano
le había dado y luego se acostaba. Cuando su conciencia le decía: “Haz esto,
agrega otras letanías y otros salmos y di también el ‘Señor Jesucristo, ten
piedad de mí, tú lo puedes”, obedecía con gran entusiasmo y sin hesitación como
si Dios en persona se lo hubiera mandado.
Aplicó
todo esto y, desde ese día, no sucedió que se acostara y que su conciencia
debiera decirle o recordarle: “¿Por qué no haces esto?”. Como la seguía sin
concesión y ella se enriquecía cada día, en poco tiempo su oración de la tarde
tomó proporciones considerables. Durante el día dirigía la casa de un patricio
importante, se encaminaba cotidianamente al palacio y se ocupaba de los asuntos
materiales de modo que nadie se daba cuenta de lo que sucedía. Sus ojos
derramaban lágrimas; se entregaba a genuflexiones y prosternaciones repetidas
con el rostro contra la tierra; durante su ejercicio se mantenía con los pies
juntos e inmóviles y elevaba, además, con lágrimas y suspiros, oraciones a la
Madre de Dios. Se prosternaba ante los pies inmaculados del Señor, como si se
encontrara ante él, en su carne, para enternecerlo, a ejemplo del ciego del
evangelio, y obtener la luz para los ojos de su alma.
Día
a día su oración de la tarde iba creciendo: la prolongaba hasta medianoche sin
descansar ni debilitarse, sin mover un miembro, incluso sin mover o levantar la
mirada. Se mantenía inmóvil como una columna o como un ser incorporal.
Una
tarde que oraba y decía en su espíritu: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy un
pecador”, de un solo golpe una poderosa luz divina brilló en lo alto sobre él.
Toda la habitación fue inundada por esa luminosidad; el joven no sabía si
estaba en la casa o sobre un techo; sólo veía luz por todos los lados, ignoraba
incluso si estaba sobre la tierra. Ningún temor de caer, ninguna preocupación
por este mundo. Sólo formaba una unidad con esa luz divina, parecía haberse
convertido él mismo en luz y, enteramente ausente del mundo, desbordaba de
lágrimas y de una inexpresable alegría. Luego su espíritu se elevó hasta los
cielos y allí vio otra luz más resplandeciente todavía y, cerca de esa luz,
percibió de pie al santo anciano que le había dado el libro de Marco y la
consigna.
Más
tarde, habiendo pasado la contemplación, el joven hombre volvió en sí lleno de
alegría y admiración, vertió, con todo su corazón, lágrimas acompañadas de
suavidad. Terminó por caer sobre su lecho. El gallo cantó entonces,
advirtiéndole que era medianoche. Escuchó muy pronto a las iglesias anunciar
maitines. El joven se levantó para dirigirse allí, según su costumbre.
Esa
noche, el pensamiento del sueño no lo había siquiera rozado.
***
El siguiente pasaje pertenece a la vida
de San Simeón el Nuevo Teólogo escrita por Nicetas Stéthatos.
Cuando
una noche estaba en oración, con su espíritu purificado unido al Espíritu Santo,
vio una luz de lo alto que arrojaba repentinamente desde los cielos su claridad
sobre él, era luz auténtica e inmensa, aclarándolo todo y volviéndolo todo puro
como el día. Iluminado él también por ella, creyó que la casa entera, con la
celda donde se encontraba, se había desvanecido y había pasado a la nada en un
pestañeo, que él mismo se encontraba arrebatado en el aire olvidado enteramente
de su cuerpo. En ese estado, tal como lo comentó y escribió a sus confidentes,
fue colmado de una gran alegría e inundados de cálidas lágrimas y, lo más
extraño de ese maravilloso acontecimiento es que, no habiendo sido iniciado
todavía en semejantes revelaciones, en su sorpresa gritaba en alta voz
incesantemente: “Señor, ten piedad de mí”, cosa que advirtió una vez vuelto en
sí, pues, en el momento mismo ignoraba totalmente que su voz hablaba y que su
palabra era escuchada afuera…
Más
tarde, finalmente, habiéndose retirado poco a poco esa luz, volvió a su cuerpo
y al interior de su celda y encontró su corazón colmado de una alegría inefable
y su boca gritando en alta voz, como se le había enseñado: “Señor, ten piedad…”
Texto extraído de la Filocalia.
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