P. Gabriel Bunge
A algún lector de los Relatos
de un peregrino ruso le podrá parecer quizás extraño que la fórmula
tradicional de la oración continua del corazón sea: “Señor Jesucristo, ten
piedad de mí, pecador”. Éste puede asombrarse del hecho de que la base del
hesicasmo de la Iglesia oriental sea, justamente, una especie de oración penitencial. Pero quien leyó el
capítulo sobre las lágrimas de la “metanoia” no se asombrará tanto. Al
contrario, le parecerá del todo lógico que al final los padres hayan concordado
en esta fórmula, de la cual no escuchamos nada en los primeros tiempos del
monaquismo. Ésta refleja, en efecto, de modo perfecto aquel espíritu que desde el inicio preñaba su
obrar.
*
La costumbre de recitar oraciones en forma de
invocaciones muy breves, en intervalos regulares, se remonta a los inicios del
monaquismo en Egipto. Ésta era conocida también ya antiguamente fuera de
Egipto, al menos por oídas, como testimonia Agustín:
“Se dice que en Egipto, los hermanos
hacen ciertas oraciones, repetidas frecuentemente, que, sin embargo, son
extremadamente concisas y [por decirlo así] lanzadas velozmente como jabalinas,
para que aquella vigilante atención que se ha creado y que es sumamente
necesaria para quien ora, no desaparezca y se atenúe a través de lazos de
tiempo muy prolongados” [1]
De estas oraciones semejantes a “disparos de jabalinas” (quodam modo iaculatas), a las cuales se
remontan nuestras “jaculatorias”, habla
ya Evagrio en numerosos de sus escritos como de un ejercicio universalmente
conocido. Éstas deben ser hechas “frecuentemente”, “ininterrumpidamente” e
“incesantemente” y, al mismo tiempo, deben ser “concisas” y “breves”, para
citar algunos de los muchos sinónimos de los cuales él se sirve al respecto.
“¡Al momento de semejantes tentaciones
haz uso de una oración breve y continua!” [2]
Y en el capítulo 97 del De oratione, en la cual son nombradas las tentaciones del demonio
que quiere aniquilar la “oración pura”, Evagrio da un ejemplo de tales
“oraciones breves”: “Yo no temeré ningún
mal, porque tú estás conmigo.”
Se trata, por tanto, de un breve versículo sálmico [3]. Como muestra claramente la anotación que
sigue: “y semejantes” (es decir, textos de este tipo), el orante era completamente
libre en la elección. Evidentemente, Evagrio no conoce una fórmula fija. Al
contrario, Juan Casiano, un contemporáneo de Evagrio, ha recibido de sus
maestros egipcios el versículo 2 del Salmo 69 como la “jaculatoria” más
adaptada para todas las circunstancias de la vida [4]:
“¡Oh Dios, ven en mi auxilio!
¡Señor, apresúrate a socorrerme!”
También en otros casos los Padres aconsejan casi siempre versículos de la Escritura.
“Uno de los padres contó: En las
Celdas había un anciano laborioso, que [como ropa] llevaba una estera. Éste fue
un día a ver al anciano Ammonas. Cuando el anciano [Ammonas] lo vio vestido con
una estera le dijo: ¡Esto no te sirve para nada! El anciano le preguntó: ‘Tres
pensamientos me atormentan: si vivir en el desierto, si ir a tierra extranjera
donde nadie me conozca, o si en cambio encerrarme en una celda, no ver a nadie,
y comer un día sí y un día no’. Abba Amonas le dijo: ‘Ninguna de estas tres
cosas te conviene hacer. Permanece más bien en tu celda, come un poco cada día
y ten incesantemente en tu corazón la palabra del publicano y te salvarás.’”[5]
Se hace referencia aquí a las palabras: “Oh Dios, ten
piedad de mí, pecador” [6], que son una libre formulación del Salmo 78,9.
Ammonas es discípulo directo de Antonio el Grande, en cuya Vida, escrita por Atanasio el Grande, no sólo leemos que ésta
“primicia de los anacoretas” (como lo llama Evagrio) “oraba incesantemente”
[7], sino también que rechazaba las violentas tentaciones de los demonios con
breves versículos de los salmos [8]. Otro discípulo de Antonio es Macario el egipcio,
maestro de Evagrio, del cual ha sido transmitido el siguiente texto:
“Algunos dijeron a abba Macario:
‘¿Cómo debemos orar?” El anciano les respondió: ‘No es necesario malgastar
palabras [9], sino tender las manos y decir: ¡Señor, como quieras [10] y como
sabes [11], ten piedad de mí! [12]. Cuando sobrevenga una tentación, basta
decir: ¡Señor ayúdame! [13]. Ya que él sabe qué necesitamos y nos tendrá
misericordia.’” [14]
Con este simple “¡Señor ayúdame!” la mujer cananea, una
“pagana impura”, venció el inicial rechazo de Jesús.
Cómo mostrando estos pocos ejemplos, hay, por tanto, una
ininterrumpida tradición de los “hermanos de Egipto” (Agustín) que se remonta
al mismo Antonio el Grande. Y, se remonta aún más para atrás, como veremos, y
llega hasta el tiempo de Cristo.
*
Valorando en su conjunto los testimonios sobre tales
“jaculatorias” que nos son transmitidas en textos sueltos, salta a la vista
como, a pesar de la extrema variedad de formas, el espíritu es común. Todas
ellas son gritos de auxilio por parte del
hombre tentado: “¡Oh Dios, ten piedad de mí, pecador!” [15], “¡Señor, ten
piedad de mí!”, “¡Señor, ayúdame!” [16], “¡Hijo de Dios, ayúdame!” [17], “¡Hijo
de Dios, ten piedad de mí!” [18], “¡Señor, sálvame del maligno!” [19].
Se comprende, por consiguiente, lo que entendía Evagrio
cuando aconseja orar “no como el fariseo, sino como el publicano” [20], como
aquel publicano del evangelio, que desde lo profundo del corazón –golpeándose
el pecho, lugar de este corazón abatido- se declaraba pecador, cuya única
esperanza era el perdón de Dios [21].
El espíritu común a todas estas “jaculatorias” es el espíritu de “metanoia”, de
arrepentimiento, de conversación y de contrición. Justamente aquel espíritu,
por tanto, que sólo está pronto para acoger el “feliz anuncio” de la
“reconciliación en Cristo” [22]:
“El tiempo se ha cumplido
y el reino de Dios está cerca.
¡Convertíos
y creed en el evangelio!” [23]
Sin “conversión” (metanoia) no hay fe, sin fe no hay
participación en el evangelio de la reconciliación. Los discursos de los
apóstoles que Lucas nos ha transmitido en sus Hechos de los Apóstoles terminan,
por esto, generalmente, con este llamado a la “conversión” [24]. Y esta “metanoia” no es un acto que se
realiza una sola vez, es, más bien, un acontecimiento que dura toda la vida. El
“espíritu de compunción”, la humildad
que viene del corazón, por tanto, no se alcanza de una vez por todas. No es
suficiente una vida para “aprender” de Cristo este rasgo característico que,
según sus mismas palabras, lo caracterizan
de modo esencial [25].
La práctica de la “súplica” recitada ininterrumpidamente
–de modo perceptible o en el corazón- en el espíritu del publicano arrepentido,
de la cual se ha hablado en el capítulo anterior, es uno de los mejores medios
para tener despierto en nosotros el deseo ardiente de una sincera “metanoia”.
*
Las breves “jaculatorias” se dirigen, desde los inicios,
casi sin excepción a Cristo, si bien
esto no siempre expresado de modo explícito, tratándose mayormente de
versículos de los salmos. Con la invocación de “Señor”, esto es obvio desde el
principio, en cuanto la confesión de Cristo como Kýrios, está el Credo cristiano más antiguo [26]. Y para los
primeros cristianos “Cristo” es, prácticamente, sinónimo de “Hijo de Dios”
[27]. El Hijo, sin embargo, es después también llamado directamente “Dios”: “Mi
Señor y mi Dios”. Es con esta confesión que Tomás expresa su fe en el
Resucitado [28]. No asombra por esto si Evagrio en una pequeña oración
compuesta de versículos sálmicos ante la invocación “Señor, Señor” cambia en
“Señor, Cristo”, para después atribuir a Cristo, de modo todo espontaneo,
también las palabras “Dios y protector”:
“Señor, Cristo,
fuerza de mi salvación [29],
inclina hacia mí tu oído,
¡apresúrate a salvarme!
Sé para mí Dios y protector
y casa de refugio
para salvarme. [30]
La fórmula: “¡Señor, Jesucristo, ten piedad de mí!”,
vuelta común con el pasar del tiempo, dice por tanto, explícitamente, lo que ya
desde el inicio se entendió de modo implícito, que “no hay otro nombre dado a
los hombres bajo el cielo en el cual podamos ser salvados” [31], sino,
precisamente, el nombre de Jesucristo. Con pleno derecho, por tanto, los padres
han dado , más tarde, un valor particular a esta salvífica confesión de “Jesús
el Cristo”, hasta llegar a una verdadera mística del nombre de Jesús. En
efecto, con su “súplica insistente”, el orante se pone conscientemente en el
número de aquellos - ciegos, paralíticos, etc.- que imploraban ayuda a Jesús
durante su vida terrena. Ellos hacían esto de un modo que es propio sólo del
dirigirse a Dios, testimoniando con esto su fe en la filiación divina del
Salvador más claramente que a través de toda otra fórmula de confesión de fe.
La confesión de Jesucristo como Señor, que es formulada en la primera parte de la llamada “oración
de Jesús”, es inseparable de la súplica contenida en la segunda parte. Quien
piensa, a partir de un determinado momento, de no tener necesidad de esta
segunda parte, la “metanoia”, recuerde lo que Evagrio decía a propósito de las
lágrimas…
*
El Señor nos ha enseñado a “orar siempre”. Pero nos ha puesto
también en guardia de la mala costumbre pagana de “malgastar palabras” [32].
Los padres han tomado muy en serio esta admonición. Ya Clemente de Alejandría
dice del verdadero gnóstico:
“En la oración que recita en voz alta
él no usa muchas palabras, porque ha aprendido del Señor también lo que es
necesario pedir [33]. Orará, por tanto, “en cualquier lugar” [34], pero no en público ni delante de los ojos de
todos.” [35]
Evagrio, que hizo enteramente suyo este ideal del
verdadero gnóstico cristiano y lo integró en la espiritualidad monástica, lleva
más allá su pensamiento:
“El elogio de la oración no es
simplemente una cuestión de cantidad, sino de calidad. Lo demuestran los “que
subían al templo” [36] y, además, la palabra: “Pero vosotros, cuando oréis, no
malgastéis palabras”, etcétera.” [37]
Evagrio, que hacía él mismo cientos de oraciones al día,
no es en absoluto enemigo de la cantidad. Esta pertenece al “modo práctico” de
la oración, que no se puede sostener sin el ejercicio y la repetición. Pero,
como la “letra” no podría existir en absoluto sin el “espíritu” o el “sentido”,
del mismo modo la simple cantidad no hace a la oración “digna de alabanza”, es
decir agradable a Dios, si no tiene adecuada correspondencia en su “calidad”
intrínseca, en su contenido cristiano, como nos ha enseñado el mismo Señor.
[38]
La avalancha de palabras del fariseo, virtuoso pero lleno de sí mismo, está privado del
valor en relación a las pocas palabras del publicano, cargado de pecados pero arrepentido. De la misma manera está
privado de todo valor el “malgastar palabras” de los paganos charlatanes que se
comportan como si Dios no supiese de lo que tiene necesidad el hombre [39], en
relación a las pocas palabras pero confiadas palabras del “Padre nuestro”. En
consecuencia, a la pregunta, cuál oración se debe decir, generalmente los
padres responden, como hemos visto, refiriéndose a la Oración del Señor. [40]
En las pequeñas “jaculatorias”, que cada uno puede
recitar “en espíritu” sin fatiga y en toda circunstancia, incluso en presencia
de otros, así como en el “Padre nuestro” recitado devotamente con voz
perceptible “en la habitación”, los padres han encontrado un modo para unir
juntas “cantidad” y “calidad”, es decir para orar “siempre” e “incesantemente”,
y sin caer en un tonto parloteo.
*
Todavía una última cosa. Pablo enseña a los
tesalonicenses no sólo a “orar incesantemente”, sino añade también que estos
debían “dar gracias en todo” [41]. El espíritu de la “metanoia” innato en la
oración del corazón, en efecto, concuerda perfectamente con la acción de gracias por todo el bien que
el Señor nos hace. Una de las “definiciones” evagrianas de la oración afirma:
“La oración es un fruto de la alegría y
del agradecimiento”. [42]
La antigua tradición etiópica ha dado a la oración
continua del corazón una forma particular, que, en un modo extraordinariamente
simple, une dos cosas, imploración y agradecimiento:
“Abba Pablo, el cenobita, dijo:
‘Cuando te detienes con los hermanos, cuando trabajas, cuando aprendes de
memoria, alza lentamente los ojos al cielo y di al Señor desde los profundo del
corazón: ¡Jesús, ten piedad de mí! ¡Jesús, ayúdame! ¡Te bendigo, mi Dios!’”
[43]
La misma tradición etiópica es también la que nos trae a
la memoria el verdadero horizonte teológico de toda oración: la espera
escatológica de la “parusía” del Señor, de su segunda venida “en la gloria de
su Padre con los santos ángeles” [44].
“Un hermano me ha dicho: ‘En esto
consiste la espera del Señor: el corazón se dirige al Señor mientras grita:
¡Jesús, ten piedad de mí! ¡Yo te bendigo en todo tiempo, mi Dios viviente! Y se
elevan lentamente los ojos, mientras se dicen estas palabras al Señor en el
propio corazón”. [45]
P. Gabriel Bunge.
Vasi di argilla
Ed. Qiqajon. Monasterio de Bose. 1996
Págs. 119-129
Notas:
[1] Agustín,
Epistula CXXX, 20 (tr. It. : Opere di S. Agostino/Le lettere, a cargo
de A. Trapè, Roma 1971, vol. XXII, p. 95).
[2] Evagrio,
Or. 98.
[3] Sal
22, 4.
[4] Casiano,
Col. X, 10
[5] Ammonas
4.
[6] Lc. 18, 13.
[7] VA 3,6.
[8] Ibid.
13, 7 y 39, 3.5.
[9] Mt 6,7.
[10] Cf. Mt 6,10.
[11] Cf.
Mt 6,8.
[12] Sal
40, 5.
[13] Mt 15, 25.
[14] Macario el Egipcio 19.
[15] Ammonas 4.
[16] Macario el Egipcio 19.
[17] Nau 167 (cf. Detti,
p. 99).
[18] Nau 184 (cf. Detti,
p. 109)
[19] Nau 574 (cf. Detti,
p. 225)
[20] Evagrio, Or.
102.
[21] Lc 18, 10-14.
[22] Cf. 2 Cor 5, 18-20.
[23] Mc
1, 15.
[24] Cf.
Hechos 2, 38; 3, 19; 5, 31; 17, 30.
[25] Mt
11, 29.
[26] Hechos
2, 36.
[27] Cf.
Lc 4, 41; Jn 20, 31.
[28] Jn
20, 28.
[29] Sal
139, 8.
[30] Evagrio,
Mal. Cog. 34 r.l. Citación: Sal 30,3.
[31]
Hechos 4,12.
[32]
Mt 6, 7.
[33]
La alusión al “Padre nuestro” (Mt 6, 9-13)
[34]
1 Tm 2,8.
[35]
Clemente de Alejandría, Strom. VII,
49, 6.
[36]
Lc 18, 10, el fariseo y el publicano.
[37]
Evagrio, Or. 151.
[38]
El final del capítulo recién citado (“etcétera”) indica que Evagrio, como
ejemplo para el modo correcto de orar, tiene en mente el “Padre nuestro”.
[39]
Mt 6,8.
[40]
Las palabras del “Padre nuestro” forman ciertamente como el hilo conductor del
escrito de evagriano De oratione (cf.
G. Bunge, Das Geistgebet, pp. 44 ss).
[41]
1 Ts 5, 18.
[42]
Evagrio, Or. 15.
[43] Scriptores
Aethiopici, Collectio monástica, ed. V.
Arras, CSCO 46, Louvain 1963. 13, 42.
[44]
Mc 8, 38.
[45] Scriptores
Aethiopici, Collectio monástica, ed. V.
Arras, CSCO 46, Louvain 1963. 13, 26.