P. Diego de Jesús
"Mantén tu espíritu en el
infierno,
y no desesperes".
san Silvano, el Athonita
El dolor y el horror y la sórdida
malicia son presencias reales sobre la faz del orbe.
El mal está vivo, y si es ausencia (de
bien), pues será la hiriente y lacerante presencia de esta ausencia. Presencia
activa; presencia operante; presencia que en permanente actividad, busca
horadar, busca socavar, erosionar, avanzar, como un mar embravecido sobre la
tierra firme.
Sí. Es la muerte misma la que sigue
viva, la que –si bien herida de muerte- ronda buscando a quién devorar. El
texto bíblico (1Pe 5,9) sabemos como remata: resistidle firmes.
Pero es propio de la Lectura divina habilitar
la danza de la analogía de la fe, permitiendo que la Escritura entera
reverbere y refracte sus armónicos... Y así las cosas, ante el rugido de este maldito
León cabe una alternativa a la prosaica resistencia.
Y es la irresistencia.
¿Al león, al mal, al pecado?
No. Al rugido. Al dolor y al horror, y
a la viva muerte. Que en el mundo están a causa del pecado –y sólo del pecado-
pero que no son el pecado.
¿Qué procura la irresistencia?
Absorber el mal.
Absorberlo, neutralizando sus efectos.
Como un contrafuego detiene el
incendio.
Como un paragolpes evita que la fuerza
destructiva se traslade.
Como un pararrayos procura “hacerse
cargo” de la furia del relámpago.
Así Cristo –y los de Cristo- ante el
Malo, ante lo malo y ante los efectos de toda maldad.
Lo del Señor nos suele ser sabido
(aunque agravia a la magnitud del Misterio decirlo así). Él murió por nuestros
pecados. Y mientras algunos se arremolinan en torno al alcance del multis, se distrae la densa valencia del
diminuto “pro”, que no agota su sentido en ser “en favor de” sino que refiere a
la vez a un escalofriante “en lugar de”. (Barrabás significa Bar-Abbá...
hijo del Padre).
Y en tal sentido dirá san Pablo que Cristo
“se hizo pecado por nosotros” (2Cor 5,21).
Cristo, el Chivo expiatorio, cargado
con el pecado de todo el campamento, es sacado fuera de la ciudad, para consumir
e incinerar en sí el mal de todos.
Los términos más técnicos del caso son:
“víctima propiciatoria” y “sustitución vicaria”.
Quien más, quien menos, todos
“manejamos” este vertiginoso dato de fe respecto a Aquel que por Commercium (intercambio) se hizo Maldito
por nosotros.
Pero nos llega el turno. Como Cristo, los de Cristo...
La reducción posible es ponderar aquel
completar en nuestra carne lo que falta a
los padecimientos de Cristo entendiendo “carne” por “cuerpo” en vez de
ofrecerle el alcance que tiene en la economía de la Encarnación, donde el
Verbo se hace enteramente Hombre. Pero más todavía que esto, puede reducirse este
ejercicio de “involucramiento redentor” como un prolijo ofrecimiento de sacrificios
voluntarios que unidos a la
Pasión de Cristo redundan en frutos de gracia para el Cuerpo
eclesial.
Y esto es cierto, pero incompleto.
Completar en la carne también debe
afrontar la doble valencia del “pro”, y tomar parte en este “hacerse pecado”
por los demás. Dejar que la Ira
divina se descargue sobre nosotros, por decirlo sin más glosa.
He aquí la irresistencia en cuestión.
La que nos habilita a participar del
Misterio más abismal de Cristo que mata en Sí la muerte en la estricta medida
en que la asume y la vive. Y la vive por dentro hasta los últimos subsuelos del
Abismo infernal, que socava y desfonda desde adentro y no por un decreto de
amnistía firmado desde la serena diestra del Padre. “¡Ven, Adán, salgamos de
aquí! -canta un antiquísimo texto- Yo he pagado tu deuda”.
El Cordero quita el pecado del Mundo, porque el Cordero carga el pecado del Mundo. Y así, Cordero mata a León.
¿Y nosotros qué?
A nosotros se nos concede la
inmerecida gloria, el inmerecido honor y privilegio, la desmedida misión de
tomar parte en esta sustitución vicaria, para completar en nosotros esta tarea
de cargar el pecado, de absorber la malicia, el horror y la muerte rondante.
Hacerlas propias. Apropiarse la pena
ajena.
Todo el horror del mundo: en uno.
Comerlo. Comulgarlo.
Y en una suerte de implosión interior
(cual un caballo de Troya invertido), ver cómo la piara de cerdos endemoniados
se despeña en las propias entrañas...
Claro está: no nos atañe ejercer esto desde
la Inocencia
del Señor, sino desde la propia miseria. Nuestra es la libertad para aceptar
como “añadidura” a nuestras faltas cotidianas, todo el horror del orbe, toda la
pestilencia demoníaca. Y beber hasta las heces la negra espuma del pecado del
Mundo.
Que lo diga sino Juan de la Cruz: “cuando esta purgación (libremente
asumida) aprieta, sombra de muerte y gemidos de muerte y dolores de infierno
siente el alma muy a lo vivo, que consiste en sentirse sin Dios y castigada y
arrojada e indigna de Él, y que está enojado, que todo esto se siente aquí y le
parece que es para siempre.”
El Kyrie
Eleison sin orillas en el “in altum” de
la oración continua no es más que la prolongación y el eco en el hoy, del infatigable
Orante del Madero, buscando aplacar la Cólera divina desde un “yofuismo” tan vicario
como genuino.
Tal vez hasta mejor que la misma
teología, este Misterio de la sustitución vicaria ha sido magníficamente
expresado por algunas joyas de la
Literatura cristiana. Se me vienen a la cabeza –o al corazón-
una docena de personajes... pero me ciño a una: Violaine Vercors.
Ella es la protagonista de la obra
cumbre de Paul Claudel, “La
Anunciación a María”. Ella es la pura, la inocente; pequeña y
perfumada como la flor a que alude su nombre. Pero ha aceptado quedar cubierta
de lepra hasta la ceguera, y hacerse cargo –por la lepra y el leproso libremente
besados- de toda la carroña del Mundo. Y no por una mera coyuntura. Sino por
irreemplazable vocación. Se trata de la
vocation de la mort, comme un lys solennel, -como se dirá al final de la
obra.
Ella es la víctima inocente que inmola
su cuerpo y su alma para la salvación de su familia, de su tierra, de su patria
y de la Cristiandad
(dividida por el cisma). La lepra, la ceguera, la pestilencia y el aislamiento
conforman el idioma de la culpa y pena asumidas, que van consumiendo por dentro
su ser y cumpliendo allí “toda justicia”...
Ya al final de la obra, agonizante,
colocada -cual hostia viva- sobre la mesa familiar, le preguntarán al padre qué
es lo que ella ha concebido en su seno. Y él dirá: “todo el inmenso dolor de
este mundo en torno a ella, y la
Iglesia partida en dos, y la Francia...” (Ya en “La Ville” Claudel le hace decir
a Besme: “yo, solo, soporto sobre mí la carga de toda la muerte, la maldición
total de todo hombre y de todo ser viviente”).
Sí. Como Cristo sobre la Cruz, Quien “como levadura
inextinguible no cesa de operar sobre las tres medidas de harina”, así este pan
bendito de la vida de Violaine, consumida y quemada por la lepra hasta sus
fundamentos. Dios ha hecho de su violeta un ser nauseabundo, portador de la más
concentrada pestilencia del mundo... ante quien se esquiva la mirada por su
horrorosa deformidad...
Deformidad que se desfonda en sus
propias entrañas en aquella escena escalofriante en la cueva de Géyn: su hermana Mara, llena
de furia y rabia, le lleva al leprosario a su hijita muerta, a quien Voilaine
resucita con la fuerza vital de la muerte que le acecha su hermana, quien la
mata por odio y envidia. Y la niña rediviva, que era de ojos negros, resucita
con el mismo azul de los ojos de Voillaine, que se cierran para siempre.
Sólo lo de-forme trans-forma.
Tres frases fuertes en la obra van
jalonando el argumento:
“Poderoso es el
sufrimiento cuando es tan voluntario como el pecado.”
“Dios es avaro y
no permite que ninguna creatura sea encendida sin que en ella se consuma un
poco de impureza: la suya o la que le rodea, como la brasa del incensario que
se atiza.”
“Y en verdad que
la calamidad de este tiempo es grande. No tienen padre. Miran, y ya no saben
dónde está el Rey y el Papa.
Por eso, he aquí
mi cuerpo en actividad, reemplazando a la Cristiandad que se
disuelve.”
***
[…] Ante el mal, se eclipsa y silencia
el por qué. Pero de entre las cenizas de tal silencio, emerge (o desciende) la
pregunta que explica estas letras: Y yo, ¿qué puedo hacer?
Irresistirme.
En sustitución.
Para poder decir con san Pablo (2Cor
4,12): que en nosotros crezca y opere la muerte, para que en otro crezca y
verdee la vida.
Para eso, ante la roja brasa del
atizado incensario: irresistamos firmes en la fe.[…]
Diego de Jesús
25.VI.08